jueves, 22 de marzo de 2012

El milagro del sol en Abu Simbel

Al alba, el espectáculo desde el barco era magnífico: Jepri asomaba por las colinas del este e iluminaba con sus dorados rayos la inmensa fachada de la montaña de arenisca rosácea en la que sobresalían como por arte de magia cuatro colosales estatuas de Ramsés.

Merit-Amón estaba acostumbrada a ver templos, pero el colorido rojizo de este speo[1], su grandiosidad y la simbiosis con el entorno le asombraron. Esperaba ver algo bello, pero no tanta magnificencia. Que el faraón eligiera la pequeña gruta en la que había contraído matrimonio con Nefertary y construyera semejante maravilla para que quedara constancia en piedra a las generaciones futuras era una muestra más del gran amor que sentía hacia su madre.

Tan pronto como desembarcó, sus pasos la dirigieron hacia el más grande de los templos. En la propia roca de la colina, estaban tallados cuatro inmensos colosos que representaban a su padre sentado con las manos sobre las rodillas, las piernas un poco separadas y los ojos cerrados en actitud de comunicarse con los dioses tal y como era su práctica habitual. A medida que se acercaba a aquellas hieráticas esculturas del faraón, distinguió entre las piernas graníticas a muchos de los miembros de su familia.

Después de largo rato admirando aquella majestuosa portada, entró en una sala sostenida por ocho pilares osiríacos, en cuyos muros aparecían cincelados los versos que el poeta Pentaur compuso sobre la batalla de Kadesh. En el santuario, descubrió algo nunca visto: ¡su padre estaba divinizado como Horus! y compartía asiento con los dioses Ptah, Amón y Ra. Era usual ver representado al faraón en muchas paredes de los templos en actitud de adoración portando ofrendas o quemando incienso a los dioses, pero no era frecuente que estuviese sentado entre las divinidades como un igual y del mismo tamaño, representación que Mery no conseguía entender.



Llegado el momento de consagrar el templo, los invitados al acto se fueron sentado con gran respeto en los bancos colocados entre los pilares osiríacos de la antecámara. El silencio de los participantes permitió apreciar la dulce melodía del sistro que no cesó mientras Merit-Amón en representación de la Esposa Real, quemaba incienso por todas las cámaras. El ambiente quedó envuelto en una suave fragancia que contribuyó a sacralizar el recinto y a elevar el sentir de los presentes a una dimensión más profunda. A continuación, cuatro sacerdotes “puros de manos” vertieron varias gotas de agua en los cuatro lados del templo con la finalidad de purificarlo. Luego, otras tantas sacerdotisas alumbraron la estancia con una antorcha en cada vértice y prendieron un gran cirio en el centro que permaneció encendido durante toda la ceremonia. Por último, una vez que las mentes de los presentes habían sido elevadas, purificadas y transmutadas, correspondió a Ramsés consagrar el lugar. El faraón pronunció unas breves palabras en las que manifestó el motivo por el que se había hecho representar con los dioses. Terminado el discurso, colocó en las manos de Ptah, Amón y Ra el “ankh” —la cruz de la vida—. Los dioses, hasta entonces meras estatuas de piedra, cobraron vida.

Finalizada la bendición del templo, Mery se dirigió a una tienda de lona donde descansaba su madre protegida de la canícula. De camino a la misma, vio el otro speo que estaba aún en obras. En la fachada, advirtió un gran andamio del que sobresalía la cabeza de la reina con la peluca hathórica y la doble pluma. No quiso acceder a éste por no estar más tiempo lejos de su madre. Al llegar a la tienda, la encontró charlando con bellas kushitas vestidas con faldas largas de mucho vuelo y coloridos turbantes a juego. Nefertary se las presentó como amigas suyas. Mery aceptó el jugo de fruta que una de ellas le ofreció y se unió a la tertulia hasta que el Virrey Heka-Nat tomó la palabra.

—Hoy, hemos sido honrados con la presencia del Gran Ramsés, de Nefertary y de la familia real. Deseo que esto perdure en la memoria de nuestro pueblo. Para ello, en recuerdo de lo aquí vivido en la consagración del templo, voy a levantar una estela[2] que conmemore el evento y quede así constancia del suceso. Mandaré cincelar a Ramsés y a la princesa Merit-Amón rindiendo culto a los dioses protectores del lugar y, debajo de esa escena, en signo de vasallaje, apareceré representado haciendo ofrendas a la Gran Esposa Real: Nefertary Merit-en-Mut.

Terminado el discurso, Mery saludó a Piai[3], encargado de la obra.

—¡Qué maravilla! No esperaba encontrar un templo excavado en roca tan grande.

—Y no has visto lo que se produce en los equinoccios de primavera y de otoño. Dos veces al año, un rayo solar atraviesa la antecámara y llega hasta los dioses. Primero, inunda con su luz la estatua del faraón; minutos más tarde, ilumina a Amón y después, a Ra.

—Y al dios Ptah, ¿no lo ilumina? —preguntó con extrañeza.

—No, él permanece siempre en la sombra —puntualizó Piai.

Mery se quedó pensando en el prodigio de la trayectoria del Sol. No entendía por qué a Ptah no lo iluminaba, pero sabía que alguna razón existiría para ello. Con el tiempo le llegó la respuesta: Ptah es dios de la creación mental y ésta debe permanecer oculta. También comprendió que Piai tenía razón al decir que aquello no era un prodigio. Era fruto del conocimiento de los astros, pero no le extrañaba que el pueblo lo denominara el “milagro del Sol”.





[1] Templo excavado en la roca.
[2] Dicha estela se puede observar en la Cámara principal del templo de Abu-Simbel, frente al dios Ptah y Ramsés.
[3] Arquitecto y escultor encargado de dirigir las obras de los templos de Abu-Simbel.

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